viernes, 18 de octubre de 2013

Miedo ante el paisaje, Juan Tejeda


Eran encantadoras. Vegetalmente encantadoras, diría alguien al verlas emerger al fondo del paisaje. Y sumergirse, también.  Porque esa tarde, al volver del pueblo, lo que esas dos muchachas hacían era darse un  baño de naturaleza. El polvo del camino las palpaba. Las mordía el rumor del río. Que allá bajo corría destrozándose y naciendo, plagando y tendiendo sus músculos. Las rozaba a distancie, casi sin atreverse,  el cielo lunado. Las abrigaban las montañas, y la sombra de los árboles las sostenían. Eran encantadoras.
Encantadoras y frutales en la juventud desatada. Lo decía esa carrera a la que se habían entregado  tácitamente al bajar. Lo decía la varilla con la que una hendía el aire y el ramo de flor de durazno que la otra llevaba traviesamente enredados a sus cabellos. Todo lo decía. Sus detenciones bruscas, la manera de estirar los brazos y aspirar sin insistencia el aire que las unía, que entraba en ellas y salía de los árboles para circular por el río, bajo el río, en las montañas, el camino, para asomar entre el césped y las hojas, el aire que traspasaba todo como una aguja con su hilo o que todo lo regaba como una arteria o una vena.
Así, pues, iban anudadas al paisaje. Inocentemente anudadas al paisaje y al presente, sin saber ni comprenderlo, olvidadas de todo recuerdo y de todo porvenir. ¡Ah, cómo iban! Para seguirlas en cada uno de sus movimientos, le sería preciso a la pluma, en verdad, ejecutar esas ágiles piruetas y, parándose y replegándose y saltando, deslizándose por aquí y por allá, dar a la frase una exacta tonalidad de vuelo y danza, de instinto juvenil y femenino. Debemos confesar que en semejante tarea no es fácil alcanzar un total señorío. Porque ellas escaparían a nuestros designios. Una especie de intuición les dará aviso en el momento justo de ser atrapadas. Y se ahora estuviésemos a punto de dar el zarpazo, y dispuestos a detenerlas, y decir: aquí están, miradlas; ellas ya no estarían aquí, sino allá-ignoramos dónde-. Y si entonces no lanzáramos en vuelo y dijésemos, temerosos de perderlas de vista: contemplad como corren, bajando, cómo se dan y reciben, cómo en doble complicidad  forman parte del exterior y éste de ellas, ya no se irían dando ni recibiendo en doble complicidad  formarían parte del exterior. Porque ya haría rato que, cansadas, se habrían detenido y mirado el río siguiendo con los ojos la trayectoria de la varilla, partiendo de una de las manos, trazo en el aire y luego en el agua, hasta perderse en la vuelta. En ese momento fue cuando se miraron sonrientes y al mismo tiempo esquivas, en el último acto de complicidad.  En ese instante contemplaron la mágica belleza que las rodeaba y la esa crítica aprobativa, que fe del río a  las laderas y las sombras y a todo, cortó con su filo la arteria y la vena.
Ya no estaban anudadas al paisaje y al presente: estaban desligadas por entero, estaban completas con su pasa y con su amistad y sus recuerdos comunes, gozando y midiendo la belleza del momento recién hundido en la carpeta del pretérito. Y cuando se pusieron en pie y comenzaron a caminar lo que les faltaba para llega a las casas-pues habían tenido hasta de recostarse y  descansar mientras nosotros nos ocupábamos de ver su estado interior- iban conversando, cambiando impresiones  sobre el baño de que recién se desprendían y cuyo influjo saboreaban aún.
-Mira –decía  una de ellas, claro que con otras palabras más espontáneas y familiares  que las que el relato nos obliga a usar-, mira levantarse al fondo, entre la oscuridad, la cordillera.
-Da miedo- contestó la otra, casi sin pensar y sin sentirlo-, da miedo su negrura y aspereza.
-¿Y si tuviese una de nosotras que pasar ahí sola toda una noche?
-Daría miedo –insistió la otra, y callaron.
Callaron  y el silencio las unió. Un silencio angosto y particular, para ellas solas, que se desenvolvía entreverándose  al otro silencio, más amplio y salpicado de misterios,  que es la extraña palabra de la naturaleza. Pero dentro de su silencio particular y propio, continuaron dialogando. Daría miedo. La cordillera era alta, el río respiraba. Dominarían el vasto panorama, pero pronto el panorama terminaría dominándolas, a cualquiera de ellas, a la que se atreviese a permanecer sola,  ahí, durante toda la noche. Pues sería una experiencia inquietante. La cordillera era alta, el río respiraba. El valle era profundo y, al frente, sobre el camino, otra vez eran altos los cerros. Estaría ahí, bajo la luna, incrustada de una alta y pétrea mole, sobre la tierra, bajo las estrellas, entre las sombras, una de las dos. Sola. Con su silencio atravesando el otra silencio, más rumoroso y lleno de misterios. Con tosa su vida: viviendo; con recuerdos y proyectos. Con su cuerpo, caso domestica y manejable por la costumbre, en su cuerpo, frente a ese otro cuerpo rígido y desconocido, en ese otro cuerpo turbado, vivo y la vez muerto, impermeable e intraducible. Vivo y a la vez muerto. La cordillera enmudecía, el río decía algo confusamente.
Así iban convergiendo en su silencio mudas preguntas e interrogativas respuestas. La sensación de azar crecía, tomaba volumen, se despeñaba de ellas, hacía aumentar el silencio, amenazando romper sus fundas, que ya cedían invadiéndolas desordenadamente, y más tarde torturándolas, como una música infinita. La cordillera y el río crecían. Los árboles se estiraban, las sombras herían. Desde dentro, el silencio se revolvía y amenazaba  destrozarse y expandirse. Desde fuera, la mano agita sus dedos –porque les parecía reposar, frágiles, sobre la palma de una inmensa mano abierta- y, casi imperceptiblemente, se movía. Sus ojos evitan encontrarse y se evitaban; pero, sin embargo, se encontraban sin verse.
Daría miedo, sin duda. Habría dudas, y eso daría miedo. Y la mano podría cerrarse o darse vuelta. ¿Y qué era esa mano? No lo decían las sombras, no el polvo, ni el frio, ni el cielo, ni el extraño azoramiento que en ellas nacía. No avanza lenta ni uniforme, ni ordenada, esa turbación, como una frase. Prendía aquí y allá, se movía, circulando como una red, se multiplicaba, luchaba entre sí y avanzaba, siempre, con la rapidez de… -pero no hay comparación posible-. Porque toso se venía encima, horizontalmente, entero, en un instante, suma y resumen, eterno.
Daría miedo.  Cada pregunta latente viviría al contacto de las otras, y el despertar de cada una ahogaría la respuesta de la anterior. Y encendidas ya todas, se levantaría la conciencia angustiante de estar viviendo y, como sombra, una extraña responsabilidad. Eso sería, y eso fue lo que se dijeron al estrecharse desde fuera  el silencio y expandirse desde dentro, estalló:
-Falta poco para llegar.
Esa fue la sola confesión, pero bastaba. Esa sola frase desprovista en otra oportunidad de un más trágico significado, lo expresó todo y cortó, con la violencia del estallido, las débiles amarras que aún quedan entre ellas. Ahora, cada una estaba individualmente sola y sabía que todo cuanto hiciese por acercarse a la otra –y eso sería lo único deseable- chocaría y se aniquilaría ante el cierra del mundo exterior, ante la muda protesta,  ante la voluntad cortante del paisaje.  Sólo en la casa, mezcladas al ritmo cotidiano del vivir, conversando o bailando o comiendo, perdidas entre las demás existencias –menos existentes por el hecho de no haberse asomado a sí mismas, menos temerosas por no conocerse-, sólo allí podrían, si aceleraban aun más el paso, encontrar un descanso, un refugio, un baño en la vida de las superficies, una costumbre. Pero ya no podían seguir diciéndolo. Las montañas se elevaban, el río rugía, giraba todo entre luces y sombras y ellas se apegaban, entre todo, a lo menos tranquilizador y a lo único posible, al sentido de la propia responsabilidad. Corrían ya. Corrían desesperadas,  con violencia. Cada vez más rápidas, poniendo todas sus fuerzas en la huida, como quien sabe que si deja por un instante de aumentar la velocidad, perece.
Y mientras todo seguía girando; y se elevaban las montañas y rugía el río, unas luces anunciaron las casas. La necesidad de sumirse ahí se imponía; la carrera se hizo más angustiante y desigual –porque una de ellas, debido quizás a qué extrañas preferencia de la materia, que no dejaban de asustarla, había avanzado más que su amiga-. Ella fue la que sintió en su carrera que algo, atrás, había caído pesadamente. No se volvió. Supuso que sería la otra. Pero sintió que nada ganaría, que todo estaría perdido, que el misterio de las cosas terminaría también con ella, si se detenía. Pues ya la fuerza, pues ya la impotencia, pues ya el alma, pues –pensaba apresurada y sensorialmente, sin ilación lógica, entreviendo apenas, en solo ese amontonamiento, que la comunicación con su amiga sería imposible y que el paisaje, aumentaba también su insistencia, terminaría con ella y se impondría, arrasando su propia soledad, incorporándola, como acaso sucedió con la otra, a su propio ser.
Y siguió corriendo, con el alma en desorden, segura de su salvación, porque estaba cerca ya, muy cerca.
Se oía la música del autopiano. Seguramente lo estaba tocando el respetable pensionista de rostro rosado, el mismo que para tomar una justa apariencia de veraneante había comprado una especialísima tenida, el mismo que acostumbraba mirarla desde su mesa, murmurando con los ojos ininteligibles palabras, y el mismo –digámoslo- que nos vemos obligados a insertar aquí después de severas reflexiones. Porque no nos resulta grato –y suponemos que al lector le pasa lo mismo- evocar así  tan de improviso, y junto a la palabra música, una tan gregaria personalidad. Pero en aquel momento, era precisamente algo gregario lo que ella quería, y por esto supo asir esta imagen que la casa le enviaba por medio de la acompasada melodía que le era con un tic familiar y simpático –y que ellas habían bautizado con un también familiar.
Ahora, mientras se acercaba, y la música se iba reforzando y –alimentándose de sí misma y de los recuerdo del mundo donde surgía, creciéndose y estirándose- venía a su encuentro, la muchacha le parecía encontrarse en la única zona en la que podían disolverse y morir las olas inquietas y llenas de sombra. Una zona en que las superficies se hundían en las profundidades. Allí dos cielos tomaban contacto. Allí parecían tocarse las dos manos, la mano temible y misteriosa y esa otra mano, más amiga y más buena, que la casa le tendía. A ésta iba. De ésta se iba llenado, de esta mano blanca y sensata, de esta música se iba dejando envolver.  A ella venía esta música, envuelta en su ritmo, a envolverla también,  como una cortina de humo, con todas sus relaciones familiares y sus hábitos. Para hacer más densa, más espesa esta débil separación del mar de tinieblas. Eso hacía la música, eso iba laborando al acercarse, y hubo un momento doloroso en que los dos cielos chocaron y se alejaron. En aquel momento se acrecentó, elevó al máximo su crueldad el terror; pero se hizo más lúcido y, dejando una nostalgia tentadora que fue disolviendo lentamente, empujó a la muchacha hasta la puerta del comedor, y ahí la hizo apoyarse. Adentro, los pensionistas conversaban, comían. Por las miradas, por las palabras que le dijeron los otros mientras iba su mesa, se dio cuenta de que estaba ya dentro de un universo inofensivo y sedante. Estaba ya incorporada a una forma de vida. Había adquirido un lugar propio, un sexo, una edad y una significación general al mismo tiempo que una significación especial para ciertas personas. Se dio cuenta de que había engranado perfectamente y que la máquina seguía funcionando. Hizo algunas venias que eran de rigor, se sentó ante su plato y empezó a comer.
En ese momento, el caballero del autopiano dejo de tocar y se le acercó. La música no hacía falta. Agazapado tras sus bigotes le habló dos palabras y, trayendo una silla, se sentó frente a ella:
-Esperaba esto –le dijo, cuando, tras preguntarle por su amiga, ella le contestó que quizás no vendría, que era posible que con un grupo de sus amistades se quedara a comer en otra parte-, esperaba esto. Porque, ¿sabe? Yo quería decirle…
Pero la música había empezado otra vez a sonar. La muchacha hizo un mohín tan gracioso, tan encantador, que determinó un temblor en el respetable veraneante.
-Sírvase espárragos- dijo ella adelantándole un plato y sonriendo-, están deliciosos, realmente deliciosos.   

lunes, 14 de octubre de 2013

En la mecedora


Te balanceas  para que el vértigo de la memoria
entregue su dulce mareo,
es un juego que palpita como una cuna.

La quietud no moverá a estos espejos fluctuantes
pero
el impulso estremecerá esta campana,
si vas con rapidez se sacudirán las paredes
con las que choca el badajo
en el muro blanco y en el muro negro,
(uno dentro otro fuera).

Le embriaguez se prolonga,
y con el golpeteo de las paredes
cae este bello derrumbe 
dejando al péndulo en el moviendo
para que lo afable no deje de manar.