domingo, 24 de noviembre de 2013

Las hormigas devoran a un hombre llamado David, Eduardo Anguita



“Aquí hay un tirano: o es usted o soy yo”
Anónimo chileno
“…los amigos, separados y unidos de nosotros por un cordel insumable.”
E. Anguita


Un grueso viento caliente corría desde el cielo a la tierra, levantando brillos rápidos en la atmósfera y grandes barreras de inhibición, remolineaba los pequeños papeles abandonados la lado de las cunetas entre el polvo, gimiendo como al pasar por minas de carbón ignoradas; bajo esta tempestad nocturna se adivinaba un sol sordo, sin poder respirar, y echando tierra hasta la sofocación detrás del cielo visible. Los transeúntes parpadeaban mucho más rápido, no se sabe si por una duda persistente o aprehensiva, o por miedo al reflejo repentino de los relámpagos produciéndose del lado de las cadenas de montañas de la costa; se tambaleaban pegados a los muros y las verjas, con la mano asegurándose el sombrero y en el brazo llevando la chaqueta que se habían quitado acalorados y fanfarrones. Eran pocos los que componían esta marcha común. Y a cada momento la calle raleaba más y más. Se trataba de una ancha avenida, toda pavimentada, vigilada a ambos lados por pequeñas acacias australianas, nítidas y frescas, que se extendían a toda velocidad hacia una luminosidad y dureza verdaderamente solitarias. El mundo, pues, se despoblaba aparentemente. Aún no me sentí absolutamente solo; quedaban tantos transeúntes fuera de mí, y quedan tan pocos para haber compuesto una multitud. Vacilante, en un término medio insoportable, deseé violentamente la compañía estrecha y anónima de una poblada, o la soledad y el miedo más absolutos. Pero ahora cualquiera de esos extremos era utópico. Sólo una susceptible desconfianza reinaba entre todos, un recelo disimulado y cobarde. Ninguno se atrevía, si adelantaba a algún compañero, a mirarle la cara; por lo demás, ninguno osaba innovar en la velocidad de la marcha colectiva.  Del ruido de los truenos casi nos sentíamos todos culpables, uno por uno; una delicadeza insostenible armonizaba nuestro trayecto bajo la tempestad. Hacía un aire húmedo y cálido. Como mi nariz comenzaba a resentirse, pensé, como era lógico,  sacar mi pañuelo, que siempre llevo en el bolsillo posterior del pantalón, pero no pretendí realizar dicha empresa. ¿Me podría permitir hacer pensar a alguien que yo llevaba mi nano al revólver? Sólo de imaginarlo me estremecí. Con el dorso de la mano me enjugué lo mejor que pude. El viento seguía pasando y repasando el espacio en zonas significativas. Uno o dos perros trotaban, a su paso el césped se levantaba enternecido,  las caballerizas contiguas se  estremecían de ácido olor como ternuras, y los árboles de los bungalows estaban en medio de setos donde las ardillas miraban.
Nuestro paso era fanfarrón, quizás porque, precisamente, tenían miedo, miedo unos de otros, miedo a interceptarnos, a rozarnos siquiera. Y no era, sin embargo, la soledad, el retiro: lo delataban las miradas bajas, la marcha militar y anodina que nada hubiera podido trisar, lo decía ese viento creador de una miseria moral poderosa e invisible. En este clima, la sonrisa era lo más frecuente, la suavidad de los modales impedía ser personal y los gestos exteriores gobernaban el pensamiento y el alma tanto de los seres como del paisaje.  Pero, ¿en el interior, qué había? ¿Qué figuraba? ¿O nada se anhelaba quería respecto del prójimo?
 De pronto, experimentamos una gran muchedumbre detrás de nosotros, una masa compacta que, en silencio como la lluvia que ya empezaba a descender, rompía una gasa engañosa y resbaladiza. Entonces comprendimos, espantados, que la politesse había muerto.
Como un mar, la sombra de aquellos varios centenares de hombres invadió la pureza de una calle aun inhumana, y yo comprendí que ya nada me permitía sustraerme al amor y la confianza de los hombres; y tuve un estremecimiento de pavor. Me veía en medio de esa multitud apretada, sintiendo el calor de los vecinos, uniendo mi destino a su destino común, cuyo misterio sólo estaría compensado por la aparente ventaja de ser muchos. Antes de lo diez minutos de marcha, ya sabían mi vida, mis miedos, mis cualidades y mis defectos, mis esperanzas.
-Es igual a todo, igual a todos, igual a todos –graznaba un hombre de bigote rubio, mediana estatura, y cuya única preocupación era imponer su opinión en los demás.
Empecé a sentirme francamente emocionado. “Claro, ¿por qué no? Perder su personalidad, incorporarse a un todo, ¿no es esto Dios? ¿No es éste el Dios que uno puede alcanzar gracias a la renuncia individual? Como una ola en un mar…”, pensaba entusiasmado. Me sentí generoso, bueno, inmenso. Miré los rostros de los compañeros,  sus gestos de humildad, lo cual me dio tanto asco que no puede impedirme considerar sus cuerpos contrahechos como si los hubiera visto desnudos. Y como había también algunas mujeres muy feas y desagradables, me sentí arder de una mortificante furia sexual.
Un ser –que sólo ahora vengo a saber que es hombre, pues su rostro era demasiado angélico y profundo- blanco, de impúdica mirada, me atrajo la atención. Sin duda, rompía esta armonía múltiple, esta solidaridad inmensa, y así lo sentí yo apenas lo contemplé, pues su indiferencia, su fantasmal lejanía, resonaban como un desafío o como una desgracia. No pude impedirme amarlo desde el primer instante. A los pocos minutos, como se comprenderá, traté de acercarme a él. A fuerza de pechar logré colocarme a su lado. Era alto y desdeñoso, a pesar de que no carecía de una dulzura extrema y de una condescendencia afable. “Nada más antihumano que esta antipática y superficial cortesía de estos figurines aristócratas” pensaba, con ira muy mal disimulada, el hombre del bigote rubio que había graznado hacía pocos momentos.
Contemplando al hombre blanco que ahora iba a mi lado, lo amaba más y más; había en él algo profundo que atraía, y hacia ese algo profundo yo quería llegar. Entonces, intenté un diálogo.
-Compañero –le dije casi al oído: él, al instante, por reflejo se separó, pero pronto trató de disimular dicho movimiento y darle otro sentido- ya ha dejado de llover; dígame ¿por qué no se seca la cabellera? Yo tengo un pañuelo, no es hermoso, pero es mejor que usted se cuide; veo se cutis pálido… -balbucí casi sollozando.
-No –me respondió, haciendo un movimiento de oscilación para querer imitar el movimiento de rechazo que hacía unos segundos había dibujado inconscientemente en el aire- no tema, ya no llueve.
Me sentí desoladamente fuera de su mundo espiritual. Mentalmente recorrí toda la gama de sentimientos que un hombre puede experimentar pos sus semejantes, y, cosa curiosa, veía que todas podían servirme de igual modo –entrega, sentimiento homicida, desprecio, admiración, adoración, indiferencia…- o que, mejor dicho, ninguna serviría para lograr el verdadero objetivo. En una desesperación horrible, maniatado física y metafísicamente, me vi, sucesivamente, besando los pies del hombre blanco, o azoándolo en una plaza pública, o sacrificando mi vida por él, o bien… pasando frente al mar, en donde él se hundía irremediablemente, sin dignarme ni a mirarlo… en fin… me desgarré interiormente con la doble crueldad de no poder nada y de darme cuenta de ello con una lucidez verdaderamente divina.
Ensayé interesado en mis asuntos:
-Soy tan desamparado –exclamé, siempre al oído- ; he estado pensando hoy, justamente  esta mañana, que no cuento con ningún amigo a quien relatarle mis penas, o mis júbilos, ¿sabe?
Puede observar, rápido como un relámpago, un gesto interior de disgusto, y luego dijo:
-Ahora el cielo se despeja.
Quise detenerme a hacer la roseta a mis zapatos, pero la amargura de mi fracaso ante el hombre de que hablo me trabó toda posibilidad de acción, sobre todo que ésta de detenerme habría significado un trastorno para lo demás, dada la verdadera solidaridad y comprensión que reinaba. En cierto modo me admiré a mí mismo por esta nueva cualidad de despreciar el amor, la cercanía hasta la fusión de tantos seres en mi alma. Ahora pienso que esa misma manera de considerar el asunto del zapato significa que yo ya estaba ensuciado por la repugnante epidemia del amor y la confianza absolutos. Nuevamente sentí un impulso irresistible hacia el hombre extremadamente blanco y solo. Observé su cuerpo abandonado y flexible,  su rostro paradisíaco y cerrado, su espíritu marchando hacia una bella obscuridad sólo para él reservada. Así, prestando una intensa atención a este hombre, fue como descubrí un hecho insólito que casi me paralizó: cojeaba del pie derecho, con mucha impertinencia –lo cual yo en esos momentos consideraba sinceridad- fijé mi mirada en su tobillo desnudo, y penetrando más abajo por el talón mi vista entre la oscuridad del zapato, di un  grito sobrecogedor en el fondo de mí mismo. Sin duda, claro, es evidente, ese hombre estaba loco. ¿Cómo podía continuar andando se llevaba incrustado en el talón un largo, ancho, y sólo para él reservado, mohoso clavo, que le hacía sangrar tan abundantemente el pie y que debe haberle torturado  con un penetrante e inédito dolor? Lo admiré tan calurosamente, que llegué a tomarle el brazo; lo retiró con brusquedad, pero luego tomó el mío por pocos instantes para desagraviarme.
-¿Qué hay, qué piensa ahora? –me preguntó suavemente, pero con el rostro serio.
-Usted, David –así se llamaba- es un héroe, un santo –le dije conmovido, sin poder concebir ni vagamente cómo alguien podía sufrir o gozar solo, y me repetí avergonzado mis palabras da hacía un rato quejándome de la falta de amigos. …Sí, usted es todo un hombre –le grité casi al oído, decidido a seguirlo por siempre, como un siervo tal vez.
-¿Por qué? Usted no sabe –arguyó molesto.
-¿Cómo no sé? Le he visto el pie, la sangre, el clavo, la obscuridad…
-Eso es cosa mía – respondió brevemente.
Experimenté una aguda cólera, aun más, un agudo odio, pero sentí claramente que era el mismo amor, el mismo impulso de fusión y pérdida que ahora me enardecía. ¿Por qué las gentes lo llaman odio, o amor? ¡Gente que nunca he sentido algún sentimiento profundamente y sin consideraciones utilitaristas! Con un inmenso amor deseé despedazar facción a facción, milímetro a milímetro, el cuerpo de ese ser orgulloso y puro,  sintiéndome quemar desde lo más interno de mí mismo por un fuego creciente y nunca satisfecho. Y a medida que este fuego aumentaba, crecía el dilema satánico que envolvía: “Te mataré para que algo tengas que ver conmigo”, y formulando ese deseo se me escapaba la frase que mi perversidad ponía en boca del otro: “No me mates, te lo ruego”. Entonces yo le perdonaría. Esfuerzo por el más desesperado amor, ustedes pueden considerar, pero esfuerzo absolutamente inocuo. Yo temblaba, ahora bajo ese cielo cruel que tan pronto había dejado desvelar se dureza y su implacabilidad.
Debí acercarme al hombre del bigote rubio, que marchaba feliz ya completamente aliviado del hombre puro que lo había enardecido. Pensaba en alta voz para que los demás gozaran. A pesar que los demás ponían la mayor parte posible de atención en penetrarse de sus ideas. Karl –así se llamaba- no se sentía satisfecho. Había algo obstaculizador e insalvable -¿el cuerpo tal vez? –que le impedía llegar al núcleo de los seres queridos. Respecto a las mujeres, igual, no obstante que con éstas él podía entrar literalmente en ellas. Entrar, pero no mucho, no hasta esa desaparición de las individualidades que el impulso amoroso exige. Luego, los mismos hechos impedían el absoluto acercamiento. Uno puede dormir al lado o encima de otra persona, pero no duerme el mismo sueño. ¡A qué soledad y lejanía obligan esos pequeños y cotidianos actos de comer, defecar, sufrir, gozar, llorar…!  Los límites son infranqueables pese a toda voluntad humana… Y así fue como, acariciando primero, apretando después, luego mordiendo y atenazando cuellos llenos de vida, muslos iluminados por la contemplación,  senos como pájaros eternos, llegó a herir y, finalmente, a asesinar a las más hermosas mujeres. Ahora le sucedía algo semejante. David, para él, representaba algo así como una esfera aceitada que nunca lograría asir, y él lo deseaba urgentemente, profundamente. Esto es el amor. Desear asirlo aun a riesgo de aniquilarlo para siempre; por lo demás, ¿no se aniquilan siempre los que seres que se ama? El cansancio amoroso, ¿no es simplemente resulta de la muerte de los amantes? Karl ahora volvía a enardecerse. Pero yo estaba su lado, y lo apacigüé.
-David… -comencé a hablar.
-Basta –respondió.
Le miré a los ojos y comprendimos. Asesinaríamos a David, el blanco, el solo, nosotros hormigas altruistas entraríamos en su reino y sería nuestro, despedazado pero en nuestras manos; y yo podría lamerle las heridas y hacer mía su sangre, Karl le pondría la rodilla sobre el pecho hasta que se enfriara. Y sobre todo ese goce, la perfecta armonía, el igual trayecto de dos pasiones, dos vidas: la mía y la de Karl.
-Federico – me increpó Karl – tracemos un plan. Yo le agrediré y tú le defenderás, ¿eh?
-Natürlich –contesté, porque la vergüenza me impidió desnudar mis sentimientos.
  En la mano de David un objeto brilló lenta, per o agudamente: tal vez su propia alma puesta por primera vez a la luz exterior y extraña, o un cortaplumas, o un acto libre.
Karl se abalanzó sobre sus espaldas, y mientras le golpeaba la nuca con el dorso del puño, con la otra mano ceñía su cintura. Para David esto era repugnante; sin embargo, conservaba para sí su más prístina dignidad. Ahora Karl había desgarrado la camiseta de David y con una escobilla gruesa y áspera frotaba los pezones del hombre blanco, quien experimentó algo como estas palabras: “Bascas (nauseas) de sí mismo”. A pesar de que esto era tan tremendamente vergonzoso, David no pudo impedir el hecho que le producía tal sentimiento, ni el sentimiento mismo. No hablaba; sabía por lo demás que aquel hecho lo hubiese comunicado con la sucia hormiga que lo torturaba, y se mantuvo en silencio sin protestar ni implorar.
- Perro querido, burro loco, pavonéate ahora –graznaba Karl ágilmente – perro querido, encantador cisne, espiritual aceite de ricino, di, dime, angelito peludo,  torre de marfil meada…
Al pronunciar estos epítetos, Karl descubrió que, además de asesino, podría considerarse un invertido.
Pronto se agruparon los compañeros en torno a la batalla.
Yo oí frases como estas: “se quería suicidar ¿eh?”, “Pronto, rápido, rápido”, “El que mira hacia arriba ¿no?”… etc. y no pude esta sinceramente en su contra. Me abrí paso dispuesto a liquidar a Karl, pero recordé el plan y exclamé:
-David, yo le defenderé… ¿Ah? Dígame, ¿quiere? –le grité, esperanzado en conquistar aunque fuera una palabra. Me acerqué tanto a él que sentí su calor corporal y le tuve lástima. ¿Lástima? Ja, ja. Eso hubiera yo deseado: él era demasiado fuerte para inspirar otra cosa que amor u odio.
Ese hombre blanco era tan inmensamente solo e interiorizado, que no sintió ni nuestro calor, ni nuestra presencia, ni nuestro impulso de acercarnos a él, y tan así que no uso ni su cortaplumas para herirnos. ¡Brillante, intenso acto libre, de aterradora humildad! Y, tranquilamente, como hacía siempre que no recordaba algo que anhelaba recordar, comenzó a contar en voz alta: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… etc. Con tal serenidad que nos sentíamos agredidos.
-Hay que lincharlo –propuso alguien.
-Uno por uno –corrigió otro
Y todo, unos furiosos, otros con rencor disimulado, muchos fingiendo indiferencias, algunos desesperados hasta las lagrimas, expresaron y sugirieron que se debías hacer de ese hombre.
Aprovechando la batahola, David abrió el cortaplumas que guardaba en la mano, dejó de contar, y se dispuso a hundírselo en el vientre.
Entonces, todos sentimos verdadera compasión por él; tal fue el sentimiento que prevaleció: y así nuestra debilidad fue halagada. Separamos a Karl y empezamos a cuidar al hombre irreductible. Le deseábamos la vida. Le deseábamos el bienestar, la felicidad. “Alguna vez se recordaría de nosotros… ¡Cochino egoísmo del hombre, siempre esperando roce o recompensa!
-Usted no puede suicidarse –dijo alguien, colocando la mano sobre la frente para constatar si tenía fiebre.
-¿Por qué quiere sufrir? –le contestó otro en tono afable, y le quitó el cortaplumas.
-Ahora, ahora –rugió David, saliendo de sí por primera vez –ahora, tapiado por esta masa cariñosa, es cuando lloro, y pateo, y rabio. Yo hago lo que quiero, ¿entienden? ¿Qué se meten ustedes en mí? Yo me quiero matar…
-No, pichón, cálmate –tercio Karl en el colmo de la felicidad.
El hombre solo no tuvo otro partido que tomar que serenarse.
-¿Me permiten fumar? –Preguntó – O si no, dormir…
Luego volvió a tener en acceso colérico.
-Ahora es cuando lloro y rabio y… -ya no tenía versos para expresar su ira, por lo cual optó por la ironía –y fumo… si, fumo un poco, fumo y duermo contra ustedes…-terminó con una sonrisa amarga.
Se calló, y, luego de haber contado (uno, dos, tres, cuatro, etc. Hasta 20), pereció recordar algo que había soñado o pensado hace muchos años atrás: ¡Que atroz tortura para Cristo hubiera sido la de los hombres, por un exceso de intrusión o confianza, le hubieran impedido ser crucificado!
David sollozaba. Las lágrimas le corrían por su hermoso rostro ahora abierto a las devoradoras hormigas, habrían surcos misteriosos en su interior.
-Eso querían ustedes…
Alguien le interrumpió chanceando:
-¿Qué queríamos, aristócrata?
-Eso querían ustedes –continuo David –que les dijera: eso querían ustedes… ¿Qué? Que les dijera: “Eso querían ustedes…” ¿Qué?...
Y continuó hasta el infinito.
Indudablemente, el Hombre estaba hecho pedazos.

Como un rayo me separé de la multitud, y por una callejuela transversal  huí hacia la locura. Corrí, corrí… aún corro, corro, corro… ¿Oyen? Aún voy corriendo…