Tus águilas de fuego,
soledad.
Los huéspedes
secretos en las sienes.
El alto resplandor de
tus estrellas.
Mi corazón tañido
dulcemente.
Estancia desvelada de
los cantos.
Lúcida lengua, vasta paridora.
Esas voces, oh viento
de otra edad,
el presagio que
adentro nos destroza.
Un áspid en la
hoguera suspendido.
Rostro solar. El
ópalo del sueño.
Y en medio del
silencio, desalados,
los férvidos
ejércitos del tiempo.
Yo busco la raíz y su
pregunta,
indago estremecido
sus metales.
¿Acaso tú, soldado
tan terrestre
o vosotras, el eco
perdurable?
Otoño coronado de
racimos
para un adiós de
pájaros ya ciegos.
El árbol acicala su
sonrisa.
Se llevará sus hojas
el estero.
El tiempo determina
los escombros
y las estatuas tienen
que podrirse.
Un río armado socava
la vida
cual insectos los
bellos abedules.
Al dulce amor
ingresan las amadas
esbeltas como corzas
en sigilo
y los leños empiezan
a quemarse,
fulgor desamparado,
triste rito.
Los náufragos del
día, despojados,
cause abajo nos
gritan la partida
y nos vamos,
sonámbulos de piedra;
sobre musgos y sordas
agonías.
Los oficios, el
sórdido mercante,
la miseria de los
dioses, el hosco
crepitar de las
brasas en las venas
y unas ansias perdidas
en el fondo.
¿Sois vosotros,
fantasmas exiliados,
que llegáis con [los
rostros] siderales
a tejernos esta
túnica de lágrimas?
¿Pertenecéis a
muestras heredades?
Es que vivo en
ardientes territorios
donde crecen
angustias como llamas.
Es que vivo naciendo
como el fénix
y muero por vivir
sobre la nada.
Un emblema nocturno
me doblega,
una voz que resuena
por los muros.
La siembra de mis
huesos herrumbrados,
lluvia sola cayendo
en lo oscuro.
Nívea centella la
raíz del hombre,
su herencia de sollozos
y peligros,
los nombres de la
ausencia, la ceniza,
el goce de vivir, lo
ya vivido.
Un terco cavador,
labriego ciego,
en el origen puro de
las aguas,
su grávida semilla
entre las manos,
el orden de los
surcos desbarata.
Oscuro pensamiento
quema al ser.
Veloces alas tórnanse
al olvido.
Hay un ronco golpe
por las dunas,
derrumbado jinete
hacia el abismo.
Alba flor, cima pura,
limpia luz,
¿Dónde yaces dormida
con tu lámpara?
El principio se muere
en sus alcobas.
Pan y labios son
tierras arrasadas.
Va sola la miseria
con sus duelos.
Reptil encarnizado el
mercenario.
La libertad es isla
confinada.
A mi país lo abaten
cuervos ávidos.
Llanto letal, negro
muro, sal inútil.
Llorar es refugio del
vencido.
Los hijos de la
aurora son los padres
tatuados en el pecho
con brío.
Me llama el aire,
flauta melodiosa,
cantar por los
caminos, cara al viento.
Me llama el agua con
su tren de espumas.
Avivaré mi fuego
montañero.
El árbol de los
pueblos siempre verde.
Arderá, digo, la
amapola de oro.
El agro con sus trigos
para el hombre
y el hombre en sus
artes afanoso.
Por fin el labrador
tendrá colinas
donde siembre sus
lenguas el rocío.
debajo de los
pámpanos el júbilo.
Ay el trino que
soltarán los mirlos.
Aperos y caballos con
su lustre
cabalgando por huasos
propietarios.
Azadas y martillos
victoriosos
sonando como un
viento libertario.
Inquilino al alba con
sus bestias.
Arados con sus bueyes
en el campo.
Las mozas en el ruedo
de las trillas
Y mozo entre parvas
empeñados.
La casa donde caben
los inviernos.
El hombre sostenido
por la casa.
Maderas aromadas,
humo azul.
El sitio de amor. La
casa clara.
Quiero niños sin
prisa por la vida
armados de salud
hasta los dientes.
Quiero mirar el sueño
con mis ojos.
El ave de la aurora
viene, viene.
No hay comentarios:
Publicar un comentario